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CHRONIQUES TANGEROISES
CRONICAS TANGERINAS
"PAVANA
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REY NO PUEDO, PRINCIPE NO ME DIGNO, TANGERINO SOY… MUCHAS
VECES PIENSO QUE TÁNGER ERA UN ESTADO DE ÁNIMO Y QUE PROBABLEMENTE SE
INSTALA PARA SIEMPRE EN ESA PARTE UN POCO FANTASMAL DE LA MEMORIA EN LA
QUE ALGUNAS PERSONAS NO SABEMOS DISTINGUIR LO QUE FUE VERDAD DE LO QUE
FUE MENTIRA. Eduardo Haro Tecglen (Pefacio al catálogo de la exposición Tánger en blanco y negro. en el Gran Teatro Cervantes de Tánger, 1993) A mis hijos Ariane, Rafael y David, nacidos en Barcelona, Reims y Besançon, NIÑOS Un
día iréis a Tánger, Perla del Estrecho, Ciudad Blanca, Tórtola sobre la
espalda de África (Sí, lo sé, esto se parece un poco a las letanías de
la Virgen; sin embargo, nada menos virgen que esta ciudad tanto tiempo
ofrecida a los que querían tomarla). Iréis a Tánger, conmigo o en
recuerdo mío. Pero no veréis -o tan pocos...-judíos. Deberéis descubrir
Tánger sin los judíos Tangerinos. Es necesario, sin embargo,
que sepáis que esta ciudad no puede en ningún caso, a diferencia de los
shtetels de Polonia, denominarse judenrein (expresión nazi que quiere
decir, más o menos, "desembarazada de judíos"), y esto al menos por tres
razones. La primera es que no hubo aquí masacres; nadie nos expulsó: un
día creímos que la hora de partir había llegado, y eso es todo. La
segunda es que los judíos tangerinos, dispersos a través del mundo,
siguen prisioneros, apasionadamente, de los encantos poderosos y de los
sortilegios de esta ciudad. La tercera es que Tánger, aunque más de
treinta años hayan discurrido, no ha olvidado a sus judíos. Hay incluso
una cuarta: es que quedan aún en Tánger algunos judíos, semejantes a las
rocas testimoniales salvadas de la erosión; agrupados alrededor de una
única sinagoga, guardan nuestros cementerios y se reúnen por la tarde en
el círculo, el "casino de Tánger". Hay que decíroslo
enseguida. Los judíos de Tánger cometieron el pecado de orgullo; como si
el mundo judío fuera dividido por ellos en dos categorías: los judíos
tangerinos (17.000 almas en el momento de apogeo de la comunidad) y el
resto del Universo. Algunos, llenos de tolerancia y amor al prójimo, y
que habían viajado mucho, aceptaban reconocer como casi humanos a los
judíos de Tetuán, incluso, alcanzando un límite extremo, a los de la
antigua "zona española": Larache, Arcila y Alcazarquivir. Pero
los intrépidos exploradores que no habían temido visitar las sinagogas
"del interior" (sobreentendido, de Marruecos), o que, empujados por una
curiosidad tan insaciable como temeraria, habían penetrado, en París por
ejemplo, en un oratorio de rito constantino o polaco, no creían a sus
oídos cuando se les afirmaba que esos sonidos extraños que oían eran
considerados por sus autores como hebreo. Por el contrario,
hay que ver cómo se ilumina, aún hoy, el ojo de un judío originario de
Tánger cuando se encuentra con un árabe tangerino con un "europeo" que
conoció el Tánger "de la gran época" ("europeo" es un concepto amplio
que engloba también las Américas, tanto del Norte como del Sur), para
medir la simpatía mezclada de consideración que les tiene, menos por sus
cualidades propias que porque son testigos de su gloria pasada. En
breve, para el judío de Tánger, la noción de pueblo elegido no tenía
sentido más que si se admitía que algunos eran más elegidos que otros...
Plagiando la divisa de los Rohan, habría gritado con gusto: "¡Rey no
puedo, príncipe no me digno, tangerino soy! ". Me conocéis,
niños: cuando tengo el humor chirriante, es para disimular mi pena.
Haría mejor en intentar haceros comprender porqué los que se fueron
siguen inconsolables. Pero, si podemos preguntarnos lo que los judíos
perdieron abandonando Tánger, y lo que Tánger perdió con la marcha de
sus judíos, la razón profunda de nuestra nostalgia va más allá de esta
pérdida; en realidad, temblamos al descubrir que lo que se borró bajo
nuestros ojos, "como en la orilla del mar un rostro de arena", es
sencillamente un arte de vivir, un modo de estar en el mundo,
estrechamente determinados por un contexto tan singular que nunca más,
en ninguna parte, la especie humana volverá a descubrir ese secreto. Todo
exilio es un desgarro y un sufrimiento: he aquí un bello lugar común.
Pero aquellos que han echado la vista aunque sólo sea por una vez en su
vida, sobre la bahía de Tánger, acordarán conmigo que el dolor es más
punzante cuando se lleva el luto por una belleza tal. Sabios
mayores que yo sitúan el Paraíso Terrestre entre el Tigris y el
Eufrates: es que no conocen, o mejor aún, que no han conocido Tánger. Dulzura
del clima; suavidad dichosa de los paisajes, apenas contrarrestada,
entre el cabo Espartel y el cabo Malabata, por los esponsales vigorosos
del mar y del océano o por el silbido obstinado del viento del Este, que
llamábamos levante; estallido casi insostenible, contra el sol del
mediodía, de las fachadas de cal blanca matizadas de azul pálido
contrastes violentos y armoniosos -es ese el mayor milagro- de las
lenguas, de los trajes, de los olores, de los ritos: generaciones de
viajeros, sin equipaje o varias veces millonarios, ¿no han dicho todo
sobre la fascinación que ejercía esta ciudad incomparable? Admito que
por ser allí nacidos, de padres que también lo eran, al igual que todos
sus abuelos, no teníamos siempre conciencia del valor, y aún menos de la
fragilidad de todas esas riquezas ofrecidas con profusión; ¿se pregunta
a un pez lo que piensa del mar? Llega sin embargo el día en que es
necesario aprender a respirar en tierra firme ... Como si las
bendiciones de la naturaleza no fueran suficientes, las hadas madrinas
nos ofrecieron igualmente ese Estatuto Internacional, nueva fuente de
prosperidad y de intercambios económicos y culturales de todo orden, de
los que los judíos de Tánger no fueron ciertamente los últimos en
aprovecharse. En su sequedad, la curva demográfica es bastante
elocuente: 800 judíos en Tánger en 1808, 2.000 en 1835, 2.600 en 1856,
3.500 en 1867... y de pronto, 10.000 en 1923, 12.000 en 1945, 15.000 en
1950, y finalmente ?cima de la curva? 17.000 en 1956. Para memoria, ya
no eran más que 4 000 en 1968 y 250 en 1970; no conozco las cifras de
1996, y prefiero ignorarlas. En cuanto a mí, abandoné Tánger
en 1964, a la edad de catorce años: si mi infancia y hasta mis primeros
amores fueron tangerinos, no comprendía gran cosa en revancha del Tánger
de los adultos, de ese mundo diurno de los negocios (pero me acuerdo de
los cambistas, esos personajes misteriosos que veía oficiar en sus
divertidos y pequeños kioscos) o de ese, más nocturno, de los placeres.
La imagen que guardo de la ciudad no está pues polucionada por el
recuerdo, más o menos legendario, de un Tánger centro de tráficos
extraños o de inusitadas voluptuosidades. Pero las
sensaciones de la infancia permanecen tan vivas todavía que provocan, a
veces, dolores comparables a los que dicen que experimentan los
amputados. Cuando en cualquier lugar del mundo me muestran sus playas,
me extraño a menudo de que personas aparentemente sanas de espíritu
puedan designar así a una extensión de guijarros o de gruesa arena,
bañada por aguas nauseabundas donde se pierde pie a los pocos metros. Pero
sobre todo, me dan pena los esfuerzos que hace falta desplegar, entre
nosotros en Francia(*), con el fin de promover el respeto y el
reconocimiento mutuo entre las comunidades de orígenes diferentes -lo
que bautizamos pomposamente como "interculturalidad": es que me acuerdo
de esos días de verano en los que, después de un baño de mar, podíamos
elegir entre degustar una pastelería francesa en Porte, o judía en casa
Pilo o Anidjar, o comer unos churros madrileños mojados en un chocolate
tan espeso que la cuchara se tenía de pie sin inclinarse, o aún ir a
buscar al mercader ambulante llegado de Andalucía con sus barquillos
crujientes (son las oublies, tan caras a Jean-Jacques Rousseau), antes
de sentarnos en una mesa en casa Elías para encargar keftas y pinchitos
morunos y terminar la jornada en la Nueva Ibense, el café valenciano
célebre por su horchata y su granizado de limón. Todas esas delicias
eran ocasión para oír hablar a cada uno en su lengua o con su acento
específico, y pasar, en la misma tarde, de Mozart al cante jondo y a la
música oriental. Más seriamente, me acuerdo cómo cada viernes
por la tarde y cada día de fiesta mi padre me tomaba de la mano;
abandonábamos el Tánger moderno del Boulevard Pasteur, con inmuebles "a
la europea" y bellos almacenes, para remontar la historia hacia el
Tánger tradicional; atravesábamos barrios con fuertes olores a
estiércol, a especias y a menta fresca, pasábamos delante de una
mezquita, bordeábamos el viejo cementerio judío, cuyo olor
tranquilizador, grabado en mi memoria, basta aún hoy día para hacerme
más dócil con la idea de la muerte, y llegábamos, por fin, a la calle de
las Esnogas, la vieja calle de las sinagogas para tomar parte en el
oficio religioso. Bastante, hijos míos. hemos sacrificado a
la nostalgia. Mejor trataré ahora, como un historiador se asoma a una
civilización desaparecida, de contaros lo que eran esos judíos de Tánger
del tiempo feliz, donde la preposición "de" no significa un origen sino
una pertenencia. Hace dos años, España conmemoraba con un
estallido paradójico el quinto centenario de la expulsión de los judíos
por los Reyes Católicos. Para atenuar la paradoja, la joven democracia
española resolvio situar las ceremonias bajo el signo del encuentro.
Exposiciones, libros de estudio o de vulgarización, y documentales,
hicieron descubrir al gran público el destino singular de esos judíos
sefardíes, fieles a lo largo de los siglos a la lengua y a las
costumbres de su ingrata patria. Tánger fue a la vez la
primera y la última de esas ciudades sefardíes hoy legendarias. La
última, pues la partida de los judíos tangerinos es posterior en más de
veinte años a la Shoah, en el curso de la cual, como sus hermanas
asquenasíes, las comunidades judías hispanófonas de Europa central
fueron exterminadas por los nazis: al final de la segunda guerra
mundial, Salónica, la Jerusalén de los Balcanes, cuya población estaba
constituida en su mayoría por judíos sefiardíes, fue literalmente
borrada del mapa del mundo judío. Y durante veinte afios, Tánger fue
(con su "tierra adentro": Tetuán, Arcila, Larache, etc.) la única
comunidad en el mundo donde los judíos autóctonos, en número
significativo, se expresaban naturalmente en judeoespañol, es decir, en
ese castellano derivado del siglo XV que los exiliados de España habían
llevado con ellos; un castellano muy antiguo mezclado de hebreo, y cuya
variante local, con sus préstamos del árabe, se denomina haketia: es la
lengua de la que me sirvo todavía cuando os digo palabras dulces: mi
rey, mi vida, mi jial pintado, mi diamante fino, luz de mis ojos, me
vaya yo kapará por ti, escapado de mal me seas, escapado de ain ará.... Última
ciudad sefardí, Tánger fue también la primera, e incluso adelantada.
Carlos de Nesry, en su obra sobre Le Juif de Tanger et le Maroc, hace la
observación. Hablando del aporte español tan decisivo en la historia de
esta comunidad, nota que "precedió al éxodo judío bajo los Reyes
Católicos. Desde la alta edad media se establecieron contactos con la
Península. Es la época que se puede llamar presefadí. La Edad de oro del
judaísmo español tuvo reflejos tangerinos. Se puede incluso avanzar que
el renacimiento sefardí se desarrolló sobre las dos orillas del
Estrecho. Obviamente, los Halevy y los Mainiónides, faltaron de este
lado. Pero un parentesco espiritual innegable se estableció desde esas
épocas, que los imperativos geográficos no podían más que favorecer. El
decreto de Isabel de Castilla fue el final de estas premisas. Extinguida
en España, la llama de esta civilización pasó a estas orillas donde
continuó brillando con un resplandor menor pero sobre duraderas
reservas". Vayamos hasta el final de este razonamiento, y
lleguemos a la conclusión de que los judíos de Tánger han cultivado la
referencia a España durante más de un milenio, más que ninguna otra
comunidad sefardí en el mundo, y más tiempo que sus propios antepasados
en la Península ibérica, pues hay que admitir que mil años antes de la
expulsión, hacia el fin del siglo V, antes incluso que la conquista
árabe, había judíos en España... pero España no había nacido todavía.
Como siga exaltándome, me haríais escribir que los judíos de Tánger
fueron, en la víspera de su partida, la más antigua comunidad judía
española que jamás haya existido... Si el sefárdismo puede
definirse como una doble nostalgia, la del Templo de Jerusalem y la de
los fastos de la civilización española -Toledo y Córdoba-, el judío
tangerino es la quintaesencia. El celoso cuidado que aporta a la
pronunciación del hebreo es una prueba suplementaria, aunque inesperada.
Este punto exige sin duda una palabra de explicación. Si la lengua
hebraica, bajo su forma escrita, se ha trasmitido piadosamente sin la
menor alteración a lo largo de generaciones y a través de todos los
exilios, su pronunciación, por el contrario, ha sufrido mucho al
contacto, aquí del árabe, allá del alemán y de las lenguas eslavas, más
allá del turco. Unicamente las comunidades sefardíes, y muy
particularmente las del norte de Marruecos, han podido mantenerse fieles
?Por una combinación de azares históricos y geográficos? a la
pronunciación original. El Estado de Israel ha reconocido este fenómeno
al proclamar oficialmente que nuestra manera de pronunciar las vocales,
de arrastrar las r, de marcar las consonantes guturales (os ahorro por
esta vez las restantes sutilidades, tales como la guimel con o sin
daguesh, o la penosa pronunciación asquenasí de la tav final ...) era la
única correcta. Oficialmente, cierto; porque en la realidad, la
pronunciación israelí es el resultado de un compromiso entre este
ideal... y las limitadas posibilidades de las gargantas de los pioneros,
cuya lengua matemal era el ídish, el ruso o el polaco. Como esta
pronunciación llamada moderna tiende a expandirse por mimetismo en toda
la diáspora, hay que esperar que en el día del Juicio Final, quede un
judío tangerino para servir de intérprete entre los partidarios de la
pronunciación moderna y las generaciones de la Biblia y el Talmud. Se
me ocurre que esta digresión lingüística, que presenta al judío
tangerino como un altivo guardián de la ortodoxia, podría induciros a
error. Podríais llegar a representaros a nuestra comunidad como un
bastión del integrismo. Estamos carnalmente unidos a una pronunciación
del hebreo que no tuvo que sufrir los tormentos del gueto o del mellah,
es verdad: pero se trata de un placer sensual, que no se acompaña de
ningún rigor en materia de práctica religiosa. Puede que
toquemos aquí el punto capital: lo que caracterizaba a los judíos de
Tánger era un judaísmo sonriente, sin ostentación ni obligaciones
inauditas, con una evidencia tan natural como el aire que se respira. A
cien leguas, a mil años-luz de los dos peligros que acechan a la mayor
parte de las comunidades judías occidentales: la asimilación de unos,
que vacía a las comunidades de su sustancia, y la demagogia histérica de
los otros, especie de fantasma pseudofundamentalista, siempre a la
búsqueda de nuevas prohibiciones. Judíos éramos, orgullosos
de nuestros orígenes y decididos a perseverar en nuestro ser. Pero
convencidos de que la Torá nos había sido dada para embellecer nuestra
vida, no para amargamos la existencia. Comer casher no era sólo un
deber, sino una fuente infinita de placeres gastronómicos. En revancha,
se hubiera ciertamente prestado a la risa cualquiera de nosotros que se
hubiera armado de una lupa para escrutar los ingredientes de una caja de
galletas, con la esperanza de descubrir, incluso a dosis
infinitesimales, la traza de una sustancia prohibida o simplemente
sospechosa, y poder declarar en consecuencia esas galletas no aptas para
el consumo. Por otra parte, en esos benditos tiempos, la ley no imponía
que se indicase la composición química sobre cualquier embalaje
alimentario, de modo que podíamos regalarnos en paz sin cesar de
considerarnos buenos judíos. Abstenerse de trabajar los días de fiesta
era normal: el Tánger de la época del Estatuto alcanzaba el récord del
mundo en el número de días festivos, ¡hubiese sido gracioso que un judío
se empeñase en trabajar el sábado o el día de Kipur! Pero subir a pie,
un día de fiesta, los doce pisos que llevan a vuestro apartamento, con
el pretexto de que el ascensor funciona con electricidad, la cual es una
forma de fuego, y que no se debe encender fuego ese día, hubiera sido
considerado como una mortificación incomprensible, o como una proeza
deportiva. Por otra parte, no recuerdo que hubiese en Tánger inmuebles
de doce pisos. Nuestras amas de casa lustraban bien la casa
en la víspera de la Pascua, ponían los pequeños platos en los grandes
para las circuncisiones, los tefelim (nombre judeoespañol de la bar
mitsvá), las bodas o el banquete de Purim -en honor de la reina Esther- y
rivalizaban en ingenio para que el plato ritual del sábado, la adafina o
la oriza, brillase con más fuego, en el horno municipal, que el de sus
vecinas. Y no permitiré a nadie dudar que cada uno de nosotros no
vertiese lágrimas sinceras, el noveno día del mes de Av, en recuerdo de
la destrucción del Templo, y no temblase el día de Kipur, consciente de
que el Señor le pedía cuenta de sus malas acciones. Sin embargo, no
buscábamos a singularizarnos por vestimentas extravagantes, y si la idea
hubiese atravesado nuestro espíritu de poner a nuestros niños signos
externos distintivos para designarlos como pequeños judíos a la faz del
mundo, la habríamos rechazado como algo vergonzoso. Seamos
claros. Si la comunidad judía de Tánger me parece ejemplar, no es porque
hubiese realizado hazañas dignas de entrar en la leyenda, ni porque
alguno de sus miembros hubiera legado a la posteridad un nombre ilustre y
glorioso. No, es necesario decirlo: esta comunidad no frecuentó jamás
las cimas donde sopla el espíritu de heroísmo, de sabiduría o de
santidad. Entre nosotros no hubo ningún levantamiento del
gueto de Varsovia. El suceso más dramático del que conservamos el
recuerdo es el bombardeo de Tánger en dos ocasiones: la primera vez en
1578 por la flota de Sebastián, rey de Portugal, en la víspera de la
Batalla de los Tres Reyes; posteriormente en 1844 por el Príncipe de
Joinville. Bombardeos es mucho decir: algunas balas de cañón alcanzaron
en un caso y otro tierra firme y causaron cierta emoción entre el buen
pueblo. Los judios tangerinos no fueron menos reconocientes al Señor de
haberles protegido en esta doble prueba e instituyeron en acción de
gracias una fiesta anual conocida bajo el nombre de Purim bombitas, en
el curso de la cual se solía leer un rollo de pergamino relatando este
terrible episodio. Vi, siendo muy niño, un ejemplar, y recuerdo que el
texto, redactado en un hebreo muy puro, comenzaba al modo del Libro de
Esther, que es el origen de la verdadera fiesta de Purim: "Fue en
tiempos del rey de Portugal ?Sebastián era su nombre y que su nombre se
borre ... ". Tengo que preguntar a mi padre si esta fiesta se celebra
todavía en algunas familias de la diáspora tangerina... En todo caso
estas peripecias heroico?cómicas recuerdan extrañamente a otra comunidad
sefardí: la de Cefalonia, de la cual Albert Cohen cuenta en Mangeclous
las aventuras imaginarias pero perfectamente creíbles para un judío
tangerino. Leed principalmente el episodio de los "Días Negros de la
Leoncita"... (Ya que es cuestión de heroísmo, debo sin
embargo mencionar, como una excepción que confirma la regla, un caso
individual y desgraciadamente auténtico: el de Sol Hachuel, que nosotros
llamamos Sol la Sadika ?Sol la Justa?, una joven tangerina que fue
condenada a muerte y decapitada en Fez porque rehusaba abrazar la fe
musulmana. Fue en 1834... El suceso es bastante complicado: vecinos
árabes, de los que ella era amiga, declararon que, convencida por ellos,
había pronunciado la fórmula por la cual un no-musulmán se convierte al
Islam, lo que ella negó siempre ferozmente. Las autoridades musulmanas
decidieron creer a los vecinos e indicaron a la jovencita que toda
vuelta atrás sería sancionada por la muerte: está tolerado ser judío,
pero no renegar de la verdadera fe. Sol tendió la cabeza al verdugo
recitando la profesión de fe judía. Tenía catorce años.) Nuestra
comunidad no dio tampoco ninguna Gran Luminaria de la Torá, y aunque el
piadoso y venerado Rabi Mordejai Bengio sea nuestro antepasado directo,
niños, tendremos buen cuidado en compararle a Maimónides o al Maharal
de Praga... Muchos judíos tangerinos se alistaron con éxito en estudios
más profanos, y contamos entre nuestras filas un antiguo alumno de la
Escuela Normal Superior de la calle Ulm: pero este es demasiado modesto
para ofuscarse si digo que ni Spinoza ni Moisés Mendelssohn nacieron en
Tánger... Y, sin embargo, continúo pensando que esta pequeñía
comunidad era una obra maestra. Sus locos y sus sabios, sus pobres y
sus ricos, sus aristócratas y sus nuevos ricos, y sobre todo la masa de
gente llana de las que se componía esencialmente, tenían al menos un
punto común: una incapacidad congénita para tomarse la vida muy en
serio, o al menos para verla bajo el ángulo de lo que Unamuno denominaba
el "sentimiento trágico de la vida". No había fanáticos entre nosotros:
los raros ejemplos que puedo citar eran invariablemente objeto de
burlas más o menos afectuosas; por el contrario, numerosos espítitus
sutiles y eruditos generalmente autodidactos, que un sólido sentido del
humor preservaba a menudo de la pedantería (principalmente porque sabían
cuándo era la ocasión aplicar este humor contra ellos mismos). Es así,
me parece, que esta comunidad ?sin saberlo naturalmente, sin haberlo
buscado? había alcanzado un equilibrio raro y precioso entre la ligazón a
sus particularismos y la aspiración a lo universal. Este
pequeño milagro se explica por el encuentro entre una mentalidad y una
situación histótica favorable. Fue en la época del Estatuto cuando el
arte de vivir de los judíos Tangerinos llegó a su pleno desarrollo.
Estos judíos marroquíes de origen español, propulsados por un azar de la
historia en la escena internacional, dieron un ejemplo muy poco común
de una síntesis exitosa entre la tradición y la modernidad. Sin
renunciar en nada a una identidad compleja forjada en el crisol de los
siglos por la aleación del substrato biblico, del aporte español y de la
influencia marroquí, se soñaron en adelante ciudadanos del mundo. Ya
que todas las lenguas y las culturas de la creación se habían dado cita
en Tánger, y que el dinero, ese "equivalente universal" en la
terminología marxista, se declinaba aquí, en las operaciones de cambio,
en divisas más numerosas que las estrellas del cielo y que la arena del
mar, estos hijos de Abraham se acordaron de que la palabra "hebreo"
significa etimológicamente "el que abre pasos", y desde entonces el
personaje del cambista se convirtió en el emblema y la metáfora de una
vocación metafísica. Eso no se hizo sin algunos excesos, que rozaron a
veces el ridículo. Por la gracia del Estatuto los judíos tangerinos
adquirieron las nacionalidades más extravagantes y pronto se vio,
surcando el Boulevard Pasteur, cónsules honorarios de Venezuela o de
Honduras que no habían abandonado las orillas del Estrecho en diecisiete
generaciones. La aristocracia multisecular de losToledano, los Hassán,
los Pimienta y otros Benchimol, se dejaba desbordar por la multitud,
cada día más compacta, de los nuevos ricos atrapados por el demonio del
negocio internacional. No importa... A fuerza de frecuentar, y a menudo
en el seno de la misma familia, fuera el Liceo francés, fuera el Colegio
español, o la Escuela italiana, o inglesa, o incluso alemana, sin cesar
por tanto de llevar una existencia judía, esta comunidad que no alcanzó
jamás las veinte mil almas era en sí misma como un equivalente
microcósmico del entero mundo judío. En el fondo, puede que fuera eso
Tánger: toda la diáspora a domicilio, y el frente de mar, en premio...
Sonreíd si queréis, niños, pero me parece que este matrimonio armonioso
de un enraizamiento auténtico y de la llamada lejana, merece llamarse
sin abuso del lenguaje, una civilización. Añado, sin embargo,
que no creo en la generación espontánea. Si las circunstancias
históricas fueron propicias, se necesitaba que el terreno hubiera sido
favorable. ¡Cuántas comunidades no supieron reaccionar a la irrupción
tumultuosa del mundo exterior en su universo largamente confinado, y
eligieron replegarse sobre ellas mismas hasta su extinción, o al
contrario precipitarse en el tajo sin esperanza de retorno! Si los
judíos tangerinos supieron sacar un partido tal al Estatuto
internacional sin dejarse el alma, es por que todo, en su experiencia
pasada, los había preparado para este encuentro con la modernidad. No
tomaré más que un único ejemplo, que creo bastante significativo. En
1870, es decir más de cincuenta años antes de la promulgación del
Estatuto, la prensa hizo su aparición en Tánger. Estos periódicos, los
primeros que vieron el día en Marruecos, habían sido lanzados por
jóvenes judíos tangerinos, tales como Pinhas Assayag, Abraham Pimienta,
Isaac Laredo o Haim Benchimol (que fue también el fundador de la
masonería en Marruecos). Estos periodistas, que se habían lanzado con
fogosidad a un combate por la educación de las masas populares y la
reforma de las instituciones, adquirieron sus cartas de nobleza en 1890,
con ocasión del "suceso de la Junta" que os voy a contar. La
comunidad judía estaba dirigida hasta entonces por un comité (la Junta)
de notables cooptados. Un grupo de jóvenes, ganados por las ideas
reformistas, se empeñaron en obtener que la Junta fuera democráticamente
elegida. Su iniciativa hubiera quedado sin mañana si la prensa naciente
no les hubiera dado su apoyo. Contra todo lo esperado, a raíz de una
verdadera campaña de Prensa, ganaron, y a partir de esa fecha los judíos
tangerinos fueron periódicamente convocados a las urnas para elegir a
sus representantes. Los periodistas habían tenido que verse con una
fuerte competencia: habían necesitado vencer en efecto las reticencias
del Gran Rabino de Tánger, que no era otro que Rabbi Mordejai Bengio. Debéis
saber, niños, qué clase de hombre era el bisabuelo de vuestro abuelo.
Considerado como una de las más ilustres figuras del judaísmo marroquí,
llevó su carga durante sesenta y dos años, de 1855 a 1917. De todo el
país venían a consultarle y su autoridad había sobrepasado las fronteras
de la comunidad judía. Cuando murió, a la edad de 92 años, la ciudad
entera, todas las confesiones confundidas, le rindió un último homenaje.
Una anécdota le pinta bastante bien: recibió un día la visita de un
árabe, que había sido robado por un judío y que, no llegando a recibir
justicia, se había dejado convencer, ya desesperado, para consultar al
célebre rabino. R. Mordejai convoca a las dos partes y, tomando al judío
a parte, le dijo: "hijo mío, sigue negando, como si fueras inocente,
cuando te interrogue delante de este árabe, -Se lo agradezco, Rabbi, le
respondió el otro: ¡es exactamente lo que hago desde el principio!". R.
Mordejai estalló entonces en imprecaciones y obligó al culpable a
restituir allí mismo la suma robada. No sé si el código de procedimiento
penal autoriza semejantes astucias, pero no sabría negar la eficacia.
¿Qué decís, niños? ¿Que la actitud adoptada por R. Mordejai os parece
animada de la más elemental equidad? Si lo decís sinceramente, probará
que no me he equivocado del todo en vuestra educación; pero os hablo de
un tiempo feroz, cuando se necesitaba un cierto coraje para trasgredir
las barreras étnicas. Mi conclusión es que tales adversarios (me refiero
a los periodistas "progresistas" y el rabino "tradicionalista")
estaban, cada uno a su manera, dispuestos a sufrir victoriosamente el
choque de la modernidad. En alguna parte en Israel, en
grandes cajas parecidas a las que se utilizan en las mudanzas, duerme en
piezas separadas la sinagoga de mi infancia. Fue un judío tangerino de
nuestra "parroquia", si puedo decir, quien hizo transportar los objetos
de culto, las maderas, los elementos decorativos, con la esperanza de
poder montar un día las piezas de ese extraño puzzle. No se qué pensar
de esta emocionada iniciativa. Sueño, por supuesto, yo también en abolir
el tiempo por algun toque de magia. Pero, pasada la sacudida
conmovedora de los primeros minutos, ¿reencontraré verdaderamente en ese
edificio reconstituido nuestra vieja sinagoga, si para llegar no tengo,
primero, que tomar el Boulevard, atravesar el barrio árabe, bordear el
viejo cementerio y penetrar en la calle de las Esnogas? En todo caso,
esa sinagoga dormida, ni muerta ni viva, me parece que simboliza la
memoria de los judíos tangerinos en el exilio. Al escribir este
artículo, constaté que hablaba de ellos a veces en presente, a veces en
pasado. Respetuoso de la gramática, comencé a corregir. Y después paré:
el inconsciente tiene sus reglas, que necesitan ser respetadas... Volví
a Tánger en el verano de 1980. Una mañana, fui a los Siaghin, en la
vieja ciudad, en búsqueda del primer almacén que mi padre y su hermano
mayor habían tenido en los años 50, y que se llamaba El Patio. Estaba a
punto de renunciar (hacía tanto tiempo, y yo no tengo sentido de la
orientación... ) cuando un viejo árabe, sentado en el borde de su
puerta, me preguntó, en un español bastante correcto, si buscaba algo,
Se lo agradecí, y le expliqué que no podría ciertamente ayudarme:
buscaba un almacén que había cerrado sus puertas 25 años antes; yo mismo
no tenía más de seis años la última vez que puse los pies, ¿El nombre
del almacén? Se lo dije, sin grandes esperanzas. Su rostro se iluminó
¿El Patio? ¿Tú eres el hijo de Yusito o de Moses? ¿Ah, de Moses? Claro
que conozco el lugar. Si supieras cuántos buenos momentos hemos pasado
juntos, con tu padre y tu tío, ¡Reíamos, reíamos! Ahora soy viejo y no
es igual... Pero ¿porqué os fuisteis? Y sí, en efecto: ¿por qué? Abraham BENGIO. NOTAS OBRAS CONSULTADAS |
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