Cuando embarqué hacia España por última vez aquel 23 de agosto de
1973, siendo aún residente en Tánger, sentado en la popa del Ibn Batouta
y sin el temor de convertirme en estatua de sal, no cesaba de mirar
hacia atrás, al horizonte que se alejaba lento, sereno sólo enturbiado
por los aleteos de las gaviotas que nos seguían. Poco a poco las
imágenes de la playa, Tanja Balia y el pináculo de la catedral fueron
diluyéndose como un espejismo con la calima del mar tibio de agosto.
Han
pasado 28 años y todavía sigo añorando a mi ciudad, a mi pueblo, a
Tánger y, como las visitas a la tierra de mis raíces se iban, por los
motivos que fueran, espaciando en el tiempo, decidí un día confeccionar
un álbum con fotos de Tánger de mi época e incluso anterior a ésta. De
ese modo, creí resolver el ansia nostálgica de saber de ella, mi tierra,
ojeando sus fotos de vez en cuando con los amigos tangerinos. Pero no,
no fue así. Siempre pensé que sentir nostalgia no era ningún defecto
ni tampoco virtud pero sí un sentimiento. Sin embargo tengo que admitir,
que al final, se convierte en una ancla fuerte y pesada que nos retiene
fondeado en el pasado, sin poder desembarazarnos aún soltando lágrimas
de lastre, ni recuerdos, ni vivencias, ni amigos. ¡Nada!, ni el mayor de
los esfuerzos da resultado, sólo mirar hacia delante, hacia el futuro
nos librará de esa necesidad obsesiva.
Hace unos días Antonio
Banderas, hijo adoptivo reciente de Málaga y amante de su tierra,
aludía el aroma de azahar de los naranjos de la alameda y, yo sin ser
tan sutil, añoro sin embargo, el olor de la hierbabuena verde y rugosa,
el comino de los pinchitos, el picante de las aceitunas verde y la sal
de las negras, el té verde del cajuachi de Sidi Amar. Echo de menos las
chilabas blancas y de colores tenues de los marroquíes, los jaiques
blancos de las mujeres del campo, los sombreros de paja con los borlones
rojos de las rifeñas, los caftanes de colores sedosos y sensuales, las
babuchas chatas y amarillas y los tarbuchs rojos. Añoro el olor a
cuero al pasar por las marroquinerías que ahora han poblado el
Boulevard, el olor del pescado frito del Zoco de Afuera, los pilones de
chubarquía durante el Ramadán, las bandejas de "calentita" vendidas por
la calle en porciones, el queso fresco sobre la hoja de palma verde, las
adafinas de los sábados en casa de la familia Cohen, las avellanas
recién tostadas al horno del "Rey de las pipas", los bocadillos de
Brahim, los yogurs de Madame Porte, les "petit fours" de la Española,
los helados de La Valenciana, las palmeras de la Avenida de España, las
películas en francés del Mauritania, los "matinées" reposo de los
almuerzos pesados, los partidos de fútbol en Marshan, la misa de doce en
el Sagrado Corazón de Jesús, los partidos de baloncesto de la Acción
Católica o la Hasnona o el Chino, las tapitas del Negresco, antes el
Cantábrico y el bar de Segovia, los piñones frescos en bolsitas de
plástico de Sidi Amar, las arenas doradas de sus playas, el Coup de
Rouli y las Tres Carabelas, la harira en Ramadán y el couscous en Laid-
El-Kebir, los paseos de ida y vuelta en el Boulevard, las excursiones al
Bosque Diplomático y al Charf, los amaneceres por Malabata y los ocasos
en Cabo Espartel y cuantas cosas más podríamos enumerar o nombrar, pero
con resignación debemos admitir que todo eso pasó para siempre, pasó
para la historia, y aunque esa vida, fuera mejor o no, ya no nos
pertenece, sólo la memoria que conservamos en el corazón y las fotos en
nuestros álbumes de recuerdos.
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